La primera obra que me mostró mi madre fue la Mona Lisa, pero no el conocido y misterioso lienzo renacentista de Leonardo da Vinci, sino la curiosa Gioconda realizada en 1919, a la que Marcel Duchamp dibujó a lápiz un bigote y una perilla, titulándola: L.H.O.O.Q.
Durante años, hice el viaje al revés, aprendiendo todo lo que ocurrió en la historia del arte entre una y otra Gioconda, de la posmodernidad al renacimiento. Fue entonces cuando el gusto por la visualidad entró como un huracán a mi vida y se alojó en ella para siempre. Pasaba días buscando parecidos entre la Catedral de Cienfuegos y la famosa Catedral de Rouen, de Monet, entre La bebedora de absenta, de Pablo Picasso, y la borracha de mi pueblo. Todo lo que me rodeaba, por agreste que fuera, adquiría colores y formas inusitadas que me inspiraban a fantasear y resistir más allá de las ruinas.
Hace muy poco, una gran amiga, también hija de escritora, me contó el singular estilo con que su madre la hechizó por las artes visuales, desandando con sus hijos los grandes museos de Occidente, narrándoles la historia secreta o ¿apócrifa? detrás del cuadro. Los hermanos ingresaban de la mano al interior del drama dibujado, y allí se encontraban con una verdadera novela urdida por la imaginería materna, donde la narración terminaba en guerras, decapitaciones, pestes, tormentosos romances y bodas. De ese modo conoció a Caravaggio, La Tour, y fantaseó con un extraño fenómeno atmosférico que emanó de las nubes caleidoscópicas de El grito, de Edvard Munch, en 1892. Nuestra sensibilidad, vocación y todo lo que ambas creamos hoy, pende de ese momento íntimo y sublime de libertad personal ante una historia que huele a óleo y aceite de trementina.
Según el filósofo y escritor Ernst Ficher, el ser humano se identifica con una pintura, una escultura, etc., en función de querer ser más que él mismo. Buscando en el arte elevarse por sobre su realidad.
Vivo en una ciudad llena de museos, galerías de arte, colecciones privadas y fundaciones que ofrecen su acervo a quienes lo aprecian, y aunque hay salas y días gratuitos, los espacios, casi siempre, permanecen vacíos. No todas las familias planean una visita de fin de semana al museo. Sin embargo, mucho de lo que consumimos a diario es puro arte. Desde el diseño de un teléfono móvil hasta el anuncio de una cadena de comida rápida tienen su origen en la composición, morfología y colores de una obra maestra. ¿Por qué no alternar los videojuegos con el fascinante mundo de la pintura, la escultura, las instalaciones o las intervenciones públicas? ¿Por qué no enfrentar a los niños a la monumentalidad y emoción de una obra en vivo y en directo? Según Theodor W. Adorno, el arte es magia liberada de la mentira de ser verdad.
¿Estamos dispuestos este fin de año a sacar un boleto con destino a nosotros mismos, dejarnos ir, confrontar nuestro yo, tratar de entendernos ante el espejo de una obra de arte?
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